A las 6:00 se tocaba diana. Media hora más tarde los presos recibían un mínimo desayuno. A las 7:00 se pasaba lista, y a las 7:30 se iniciaba la marcha, siempre bajo escolta armada, hasta el lugar donde se encontraba el trabajo a realizar. Generalmente se tardaba entre una hora y hora y media en llegar. A veces entre la nieve, otras por pantanos o pedregales y no siempre con el calzado o la ropa adecuados.
El trabajo se prolongaba sin interrupción hasta las 6 de la tarde. No había descansos ni más comida hasta volver al campo. Cuando se daba la orden se recogían las herramientas y se emprendía la larga caminata de regreso.
A las 19:30 les daban la cena. A las 20:00 comenzaban las obligaciones laborales propias del campo -cortar leña, quitar nieve, reparar los caminos y cualquier desperfecto en las cabañas-. A las 23:00 se apagaban las luces y se exigía silencio. Así, día tras día. Año tras año.
Los prisioneros recibían su ración de comida -la paika- de acuerdo con la cantidad de trabajo que realizaban. Una ración completa apenas proporcionaba suficiente alimento para sobrevivir. Si un preso no cumplía con su cuota de trabajo diario, recibía incluso una cantidad menor. Si no lo hacía con frecuencia, se le dejaba morir lentamente de hambre. Los denominados "dokhodiaga" -deshauciados- eran prisioneros muy demacrados, al borde de la muerte por inanición. Su presencia recordaba constantemente a los prisioneros cual sería su destino si no podían cumplir con las normas de trabajo y se les quitaba sus raciones.
Antes de la década de 1950, los campamentos no proporcionaron platos. Los presos comían en pequeños botes fabricados artesanalmente en los talleres a partir de piezas de hojalata o trozos de bidones de queroseno. Se utilizaban como moneda de cambio para obtener alimentos. Tampoco disponían de cucharas, que consideraban un lujo en las décadas de 1930 y 1940. La mayoría de los internos tenía que comer con las manos sucias y coger así la sopa de las ollas.
Antes de la década de 1950, los campamentos no proporcionaron platos. Los presos comían en pequeños botes fabricados artesanalmente en los talleres a partir de piezas de hojalata o trozos de bidones de queroseno. Se utilizaban como moneda de cambio para obtener alimentos. Tampoco disponían de cucharas, que consideraban un lujo en las décadas de 1930 y 1940. La mayoría de los internos tenía que comer con las manos sucias y coger así la sopa de las ollas.
En el área del Kolimá (zona nororiental de Siberia) la vida en los campos estaba al límite de supervivencia. La corporación Dalstroy, dependiente del NKVD, controlaba toda la red de centros de reclusión que se dispersaban por la zona, uno de los territorios con clima más extremo de la tierra.
Cuando desembarcaron los primeros 11.000 primeros prisioneros -criminales y los consabidos kulaks-, se encargaron de construir un puerto en el mar de Ojotsk, Magadan, que sirviera como base para hacer llegar los suministros esenciales y permitir la salida de la vasta producción. Una vez terminado, comenzaron la carretera hacia el interior, la que lo comunicara con las codiciadas minas y facilitara el movimiento de tropas y materiales. Quinientos kilómetros por un monótono territorio de picos marrones o blancos, erosionados por el viento. Apenas iluminado por un sol que, tras cubrir poco más de una cuarta parte del cielo, corría a ocultarse de nuevo.
La obra suponía realizar extenuantes trabajos manuales en un clima extremo, bajo condiciones infrahumanas, que no tardaron en destruir el lodo y las heladas. Fueron necesarias 80 pesadas vigas de madera para consolidar cada uno de esos kilómetros iniciales. Las primeras nevadas del invierno de 1932, uno de los más crueles que se recordaban, con un promedio de temperaturas que iba de los -70 grados centígrados a -60 grados, encontraron a los presos alojados en tiendas de campaña y chozas improvisadas con musgo y serrín. Las ventiscas causaron estragos sin cesar durante semanas. Campamentos enteros perecieron por las bajas temperaturas: presos, guardias. Hasta los perros. De miles de trabajadores, solo el 1% regresó a Magadan la primavera siguiente. Desde entonces, a causa de la enorme cantidad de presos que murieron durante los casi 20 años que tardó en terminarse, y de que sus restos óseos quedaran bajo el firme, pues era más sencillo dejarlos ahí que realizar nuevos agujeros para sepultarlos, la ruta se conocería como "La carretera de los huesos".
Claro, que ya hemos visto que la mano de obra no era un problema. Ni ahí, ni en las minas. Cuando la paranoia de Stalin arrasó el país, a los detenidos tradicionales los acompañaron presuntos saboteadores y contrarrevolucionarios de todas clases: funcionarios del partido, militares, científicos, médicos, maestros, artistas, escritores, oficinistas. Fuera cual fuera su origen, perecieron a miles en los túneles por derrumbes o accidentes, mientras extraían material; por escorbuto; por hipertensión; por los vapores del amoníaco; por silicosis, escupiendo sangre y tejidos pulmonares. En invierno, cuando las calderas de vapor fundían la arena aurífera con un calor extremo, los mismos presos y con la misma ropa que arrastraban los residuos al exterior, donde el termómetro caía por debajo de los cuarenta grados, entraban y salían una y otra vez, sin descanso, para acabar muriendo de neumonía o meningitis por el cambio brusco de temperatura.
Entre 1937 y 1939 el control de los campos del Kolimá estuvo en manos del coronel Stepan Garanin, caracterizado por su crueldad y sadismo.
Garanin se encargó también de establecer un reducido campo de castigo -lagpunkt, en ruso-, en el pequeño valle de Serpantinka. Se convirtió en uno de los notorios. Ubicado en las colinas al norte de Magadan, muy vigilado y rodeado de una valla de alambre de espinos, era aún más frío y oscuro que el resto.
Su nombre se equiparó con una sentencia de muerte. Uno de sus pocos supervivientes describió sus tres cabañas utilizadas como celdas "tan abarrotadas, que los prisioneros se turnaban para sentarse en el suelo mientras los demás se quedaban de pie". "Por la mañanas -contó también-, la puerta se abría y llamaban a 10 o 12 prisioneros. Nadie respondía. Los que se encontraban más próximos a la puerta eran arrastrados fuera por los guardias y fusilados para cumplir la cuota diaria".
Cerca de 26.000 prisioneros de mirada perdida, agotados ya para el trabajo, fueron ejecutados allí en 1938. Muchos, de la mano del propio Garanin, mientras dos tractores se mantenían con los motores a máxima potencia para sofocar los disparos y los gritos de los asesinados. Luego, los cuerpos eran arrastrados detrás de la colina en trineos tirados por los tractores. Si se veía que alguien seguía vivo al arrojarlo a la fosa común, o bien se le dejaba allí rodeado de cadáveres hasta que exhalara su último aliento, o se le remataba con un tiro de gracia para acabar con su agonía.
Poco más se conoce de Serpantinka. Incluso se sabe menos de otros lagpunkts de castigo como Iskitim o el complejo de Siblag, construido alrededor de una cantera de piedra caliza, en el que los prisioneros excavaban a mano, sin máquinas o equipos. Allí todos morían tarde o temprano por las enfermedades respiratorias que les producía el polvo.
En tres semanas, las minas arruinaban la salud de un hombre, y en unos meses lo mataban. Desesperados por escapar al hospital, los presos se inyectaban queroseno bajo la piel, se frotaban ácido en los párpados, se machacaban los dedos o intentaban simular locura. El poeta Anatoly Zigulin, que sobrevivió a los campos en los años cincuenta, describió mutilaciones brutales, accidentes, asesinatos entre los internos, huelgas desesperadas. Los prisioneros no tenían identidad, se les llamaba con un simple número.
Fragmentos extraídos de la obra de Miguel del Rey y Carlos Canales CAMPOS DE MUERTE. GEOGRAFÍA DEL MAL, editorial Edaf, 2016 (páginas 178-179/ 186-187/ 188-189)
NOTA: estos textos completan el estudio de divulgación que en profundidad realizo en mi blog CUADERNO DE HISTORIA Y GEOGRAFÍA sobre la represión en dictadura de Stalin.
Claro, que ya hemos visto que la mano de obra no era un problema. Ni ahí, ni en las minas. Cuando la paranoia de Stalin arrasó el país, a los detenidos tradicionales los acompañaron presuntos saboteadores y contrarrevolucionarios de todas clases: funcionarios del partido, militares, científicos, médicos, maestros, artistas, escritores, oficinistas. Fuera cual fuera su origen, perecieron a miles en los túneles por derrumbes o accidentes, mientras extraían material; por escorbuto; por hipertensión; por los vapores del amoníaco; por silicosis, escupiendo sangre y tejidos pulmonares. En invierno, cuando las calderas de vapor fundían la arena aurífera con un calor extremo, los mismos presos y con la misma ropa que arrastraban los residuos al exterior, donde el termómetro caía por debajo de los cuarenta grados, entraban y salían una y otra vez, sin descanso, para acabar muriendo de neumonía o meningitis por el cambio brusco de temperatura.
Entre 1937 y 1939 el control de los campos del Kolimá estuvo en manos del coronel Stepan Garanin, caracterizado por su crueldad y sadismo.
Garanin se encargó también de establecer un reducido campo de castigo -lagpunkt, en ruso-, en el pequeño valle de Serpantinka. Se convirtió en uno de los notorios. Ubicado en las colinas al norte de Magadan, muy vigilado y rodeado de una valla de alambre de espinos, era aún más frío y oscuro que el resto.
Su nombre se equiparó con una sentencia de muerte. Uno de sus pocos supervivientes describió sus tres cabañas utilizadas como celdas "tan abarrotadas, que los prisioneros se turnaban para sentarse en el suelo mientras los demás se quedaban de pie". "Por la mañanas -contó también-, la puerta se abría y llamaban a 10 o 12 prisioneros. Nadie respondía. Los que se encontraban más próximos a la puerta eran arrastrados fuera por los guardias y fusilados para cumplir la cuota diaria".
Cerca de 26.000 prisioneros de mirada perdida, agotados ya para el trabajo, fueron ejecutados allí en 1938. Muchos, de la mano del propio Garanin, mientras dos tractores se mantenían con los motores a máxima potencia para sofocar los disparos y los gritos de los asesinados. Luego, los cuerpos eran arrastrados detrás de la colina en trineos tirados por los tractores. Si se veía que alguien seguía vivo al arrojarlo a la fosa común, o bien se le dejaba allí rodeado de cadáveres hasta que exhalara su último aliento, o se le remataba con un tiro de gracia para acabar con su agonía.
Poco más se conoce de Serpantinka. Incluso se sabe menos de otros lagpunkts de castigo como Iskitim o el complejo de Siblag, construido alrededor de una cantera de piedra caliza, en el que los prisioneros excavaban a mano, sin máquinas o equipos. Allí todos morían tarde o temprano por las enfermedades respiratorias que les producía el polvo.
En tres semanas, las minas arruinaban la salud de un hombre, y en unos meses lo mataban. Desesperados por escapar al hospital, los presos se inyectaban queroseno bajo la piel, se frotaban ácido en los párpados, se machacaban los dedos o intentaban simular locura. El poeta Anatoly Zigulin, que sobrevivió a los campos en los años cincuenta, describió mutilaciones brutales, accidentes, asesinatos entre los internos, huelgas desesperadas. Los prisioneros no tenían identidad, se les llamaba con un simple número.
Fragmentos extraídos de la obra de Miguel del Rey y Carlos Canales CAMPOS DE MUERTE. GEOGRAFÍA DEL MAL, editorial Edaf, 2016 (páginas 178-179/ 186-187/ 188-189)
NOTA: estos textos completan el estudio de divulgación que en profundidad realizo en mi blog CUADERNO DE HISTORIA Y GEOGRAFÍA sobre la represión en dictadura de Stalin.