Aquellos señores que se gastaban ochenta mil duros en comprarle un manto a la Virgen o una cruz a Jesús escatimaban a los obreros hasta el aceite de las comidas y preferían pagar cinco mil duros a un abogado antes que un real a los jornaleros, por no sentar precedente, que era tanto como "salirse con la suya". (...). En Baena hubo un señorito que metió el ganado en sus siembras por no pagar las bases a los segadores... Un cura que tenía labor, cuando venía al pueblo el zagal del cortijo a por el aceite, le hacía bollos al cántaro de hojalata, para que cupiese menos aceite... Con esta patronal teníamos que luchar para conseguir una pequeña mejora en la situación caótica de los trabajadores del campo. Ellos tenían el poder, la influencia (aun con la República) y el dinero; nosotros... sólo teníamos dos o tres mil jornaleros a nuestras espaldas, a los que teníamos que frenar... pues la desesperación de no poder dar de comer a sus hijos hace de los hombres fieras. Sabíamos que los patronos, bien protegidos por la fuerza pública, no lloraban porque hubiera víctimas, pues tenían funcionarios sobornados que cambiaban los papeles y hacían lo blanco negro. Además, lo deseaban, porque un escarmiento nunca está de más, para convencer a los rebeldes que es peligroso salirse del buen camino. Por eso, siempre evitábamos los choques con los servidores del orden... y aconsejábamos a los nuestros mesura y comedimiento. Y por eso, muchas veces, no aprobábamos los acuerdos de la Comarcal, porque sabíamos lo que teníamos en casa. En las pocas veces (dos o tres) que fui en comisión a discutir con la patronal, jamás se puso sobre el tapete otra cuestión que la salarial; no se hablaba nunca de la comida ni de las horas de trabajo, pues todo iba incluido en el Artículo "Usos y costumbres de la localidad", que no era otra cosa que trabajar a riñón partido de sol a sol, o ampliado por los capataces lameculos, desde que se veía hasta que no se veía. Recuerdo que en cierto debate acalorado que sostuvimos, un cacique me llamó "niñato recién salido del cascarón... y que si mi padre supiera lo tonto que era yo, no me echaba pienso". Aquello colmó mi paciencia y me levanté de la silla y le espeté muy serio: "Reconozco, señor, que en muchas ocasiones me habría comido, no el pienso, sino los picatostes que le echa usted a los perros, acción muy cristiana en una población donde se están muriendo de hambre los hijos de los trabajadores".
Extraído del trabajo del historiador Paul Preston El Holocausto Español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después, editorial Debate, Barcelona, 2011 (página 95).